24 noviembre 2006

El anticristo, primera parte

Nunca quise provocarlo, pero misteriosamente ocurría. Todo comenzó con un mal pensamiento, allá por el año 1995, en la esquina de dos calles muy transitadas, en medio de una discusión de pareja. Ella me enrostraba la falta de compromiso con su embarazo –que también era mío- mientras mis ácidos comentarios lindaban en la indiferencia, quejándome de su histeria. De pronto una imagen aterrizó en ese espacio que pareciera estar en medio de los ojos, en el lóbulo frontal y se quedó allí por un segundo. “Ojalá pierda esa guagua” y simbolicé una existencia más feliz. Rápidamente borré ese momento futuro y sancioné a ese otro yo por pensar ese tipo de cosas. La discusión siguió. Ella lloraba, así que esa noche dormí en el living. Pero no terminó allí. A la mañana siguiente, mientras tecleaba una crónica en mi oficina de un diario ya desaparecido de los kioskos, sonó mi teléfono celular. Era su número. No atendí. Sonó por segunda vez. Nuevamente no contesté. La tercera oportunidad –es la vencida, dicen- apreté el botón aceptar. Era ella que, llorando, me culpaba por haber perdido a nuestro hijo. Quedé impávido. Me culpé. Fui a la clínica, pero no me recibió en su pieza. Desde aquel día nunca más volví a verla, salvo para sacar los pocos enseres que tenía en aquel departamento. Transcurrieron algunos años donde mi compañera fue la culpa, mezclada con la coincidencia. ¿Cómo era posible que un solo pensamiento instantáneo se cumpliera en tan poco tiempo? Mi consuelo vino en otras mujeres, quienes maternalmente me consolaban diciendo que era sólo un capicúa que la historia suele ponernos en el camino. Nada más. Me lo creí. Inicié otra relación con el olor a incienso de los días mejores. Rebeca era su nombre. Pelirroja de nacimiento, era el fetiche erótico de todos sus vecinos. Su andar, la manera en que se desnudaba era todo un desafió para evitar desgarrarle la ropa en forma brutal. Sus recetas eran tan extrañas para mí, que las calificaba de “cocina marciana”. Pero como todo en la vida había una cara oscura. No de ella, claro, sino de su ex, Amaru, un sujeto mucho más guapo y sexy que yo, que la acosaba día a día, minuto a minuto para que volvieran, desde que su relación había terminado, nueve meses antes. Un loco de patio, sin ninguna duda. Un macho que, pese a sus evidentes atributos físicos, siempre había tenido mala suerte con las mujeres, le comentó a un amigo en común. Soy enemigo de este tipo de dichos, del pelambre, pero Amaru, un día jueves que nunca olvidaré, nos encontró en plena calle e inició su perorata para que reiniciaran su relación. Yo observaba esta escena patética, hasta que inició los ataques en mi contra, cuestión que resolví tomando fuertemente del brazo a “mi mujer” y nos retiramos del lugar. El la tomó por la otra extremidad y, como si se tratara de la disputa de un animal recién degollado, la solté. Ambos cayeron. Ella se golpeó la cabeza. Comenzó a sangrar, mientras la ira me agolpaba la cabeza, la cara, las manos. Pese a todo me controlé. Detuve un taxi, la metí a la fuerza y me la llevé a casa para consolarla y curarla. Allí mi mente deseaba lo peor para el sujeto. Claro, no la muerte. Debía sufrir un poco más. Lo que había hecho no tenía precio cuantificable en dolor. Nuevamente me detuve. Me concentré en Rebeca. Era lo mejor. No pasó una semana cuando Amaru, bajando la escalera de su trabajo sufrió un accidente brutal y quebró una de sus caderas. Nuevamente mis pensamientos habían dado resultado, pero esta vez, asesiné mi culpa. Lo admito. Era 1998.
Eran dos hechos regidos por el mismo sujeto. Mi otro yo. Algunos elementos comunes. Una mujer, yo, una situación y/o persona que se interponía en mi camino o intentaba dañarme. De allí en adelante siguieron otras, Andrea, Manuela, Lorena. Y otros hechos. Otras venganzas. La primera me fue infiel y decidí terminar. Al corto tiempo chocó en su automóvil recién comprado y resultó herida grave. Nunca más tuvo la belleza que la caracterizaba. La segunda, aunque nunca tuve una prueba concluyente, sentí que había hecho desaparecer en uno de sus bolsillos, 150 mil pesos que tenía bajo el colchón, como las abuelitas. Perdí la confianza en ella. Me separé. En menos de un mes le descubrieron un cáncer cerebral. Esta vez, eso sí, no podía creerlo. Los anteriores eran hechos concretos. La coincidencia seguía. Era patente, casi podía tocar mis pensamientos que por cierto estaban de por medio. Lorena fue operada. Nunca fue la misma luego de la trepanación. Sus ojos, su mirada, quedaron perdidas en el infinito, como si los cuerpos enfrente fueran lo más parecido a suave vapor. ¿Qué hacer?, pensé. Quizá morir. ¿Empezar de nuevo? ¿Exorcismo? ¿Una santiguada con hierbas medicinales? ¿Una machi balbuceando palabras en Mapudungún? Sencillamente no imaginaba una solución. Pero el amor llegó pronto. Olvidar los malos momentos siempre ha sido una de mis virtudes, lo admito. Conocí a Juana de Arco, apodada Ximena. Una joven delgada, algo más rubia que teñida, ubérrima y de cara risueña. Casi me da pena contar cómo terminó este tórrido romance. Lo más seguro es que, al seguir esta historia, adivinarán que ella, él o ellos, sufrieron un accidente, enfermedad o cualquiera de las anteriores. Pues no. La vida fue un tanto más rosa, más relajada, sin que el odio se escapara por una de las rendijas que la historia nos va dejando como marcas universales. Así se fueron tres años de mi vida. Llenos de sueños, como todo lo que emprendo, aunque sea lustrarme los zapatos cada mañana. Un avión, una pista de aterrizaje, un detective de policía internacional fueron la catapulta de todos mis miedos para la reaparición del odio, esta vez más tecnificado, más sólido, más biopoético y ancestral. Era necesario retocar un poco el destino de mis enemigos, aportar a sus desgracias. Tenía claro que no tenía que hacer ningún esfuerzo mayor que pensarlo, pensarlo y el universo, con todas sus leyes a mi favor, ejecutaría la acción. Lo siento, soy el anticristo.