07 enero 2006

Memento: historia de una paranoia


Apareció sin avisar. Cargándome de visiones que no esperaba y de futuros inciertos, desesperados, traidores. Dobló la esquina vestida de inocencia, cuando caminaba entre la multitud de almas que pululada al son de los acordes electrónicos.

Maldita. Vino y se quedó, se aferró como un vampiro que desea chuparnos toda la sangre, un Duggu Van infiltrado en Santiago de Chile, a eso de las 17 horas, cuando el sol golpeaba aún con toda su rabia, riéndose de los deshidratados.

De pronto no había rostros, sólo una planicie olvidada; no habia manos ni espejos retrovisores, sólo una oruga muy peculiar que caminaba pegada a la pared, ranscando sus partes sin dolor y definiendo el ristmo de sus gemidos.

Me tomé de sus patas para ser llevado fuera del umbral cibernético y huir despavorido entre los miles de árboles de vidrió que, plantados como un borque regular, dificultaban la salida.

A medida que los troncos quedaban atrás, rápidamente los zombis se habían apoderado de las calles. Caminé en un ángulo cero, fórmula perdida en la historia de la geometría que me permitió pasar “in”-advertido de aquel trance mitológico.

Abordé entonces una punta de diamante que me llevó, con su verdor de pileta y café literario, más allá de las frontera de las aguas. Turquesas y cobre adornaron mi este escape novelesco por su morbosidad de sexo memorial.

Sólo sé que, mientras volaba entre otros helicópteros de tierra, tú estabas más allá, encriptada en otro tiempo, plastificada como una hoja seca, mirando con esa regularidad tan simbólica como geográfica, última cara de la cordillera que permanece inmóvil y perpetua, como mis ojos vaciós y un neumático que cayó desde las alturas, cuyo destino es rodar para siempre.

05 enero 2006

Tribulaciones de tono claro, incierto y existencial


Anatol se sirvió una copa de vino para materializar los hechos del día. Cansado ya de trabajar en un texto sin sentido, garganteó el blanco mosto encopado, cuya temperatura absorbió los últimos fantasmas de un olvido presencial.

Había llegado aquella tarde de su última labor secreta: mirar la caída de las almas después de picapedrear un teclado plástico con alambres rectilíneos y comunicantes.

Miró entonces aquel cuerpo tendido en una cama que le rememoraba un viejo amor, pero que se transfiguraba en una insistente picada de avispa emocional. No lo pensó. Sólo actuó. Se quitó la ropa, los zapatos y en el último tramo de su movimiento manual desenfundó un pensamiento tántrico y se abalanzó sobre su madura pubertad.

Las costuras de su vida estaban entonces en juego en un sólo instante. No había nada que perder. Aquella transición desde lo político a lo instrumental, le hacía divagar desordenadamente entre lo símbolos que sin duda aprendió con una fórmula matemática de los deseos. Era como si el núcleo que encierra el orden del significante, se hubiera convertido en una materialidad imposible de absorber en el significado.

Caminó por piedras de caldera, siguió en el infinito mundo de un viaje hacia la nada y pensó también en su propia Eneida, en un acervo poco diplomático para referirse a su conducta incipiente y universal, hasta que llegó al fin de la línea de ese tren que lo espera cada noche, tibio, estable, procedimental pero, por sobre todo, inmaterial y disonante como la muerte.